Errar y perder recursos no es plato de gusto de nadie. Es instintivamente algo a evitar y sin embargo sabemos que no hay camino al éxito que no haya pasado por algunos fracasos o errores. Esto es especialmente cierto en la senda de la innovación, pues ésta requiere exploración de lo desconocido, o al menos de lo que no resulta evidente. Digámoslo de otro modo, si fuera tan fácil hacerlo sin equivocarse ya lo habría hecho todo el mundo, y por tanto ya no sería una innovación.
La cadena de inconvenientes de no asumir el fracaso como parte del juego se inicia al no querer reconocerlo cuando se presenta. El amor propio y la implicación sentimental con el proyecto juegan aquí en nuestra contra. El fiasco llega igualmente en todo su esplendor, pues al no aceptarlo como posible tampoco se ha preparado plan de contingencia alguno, afectando al resultado y minando la moral de las personas –que lo perciben como inesperado, e incluso «injusto»–.
A continuación, y antes de lo que uno se imagina, la dirección acaba por decidir que «la innovación no funciona» y opta por cerrar el grifo del respaldo y recursos con lo que el sistema de innovación se desactiva y la Cultura de la Innovación nunca llega a instalarse en la empresa. Irónicamente, una dirección que no acepte el fracaso como algo inherente a la innovación está condenada a fracasar en ella.
No se trata, por supuesto, de que dé igual fracasar o no, sino de entender que éste es parte del juego. Si esto se asume resulta posible estar preparados cuando se presente, aprender de los errores y hacer que el fracaso sea constructivo. En consecuencia, las secuelas de los fiascos se reducen mientras se multiplica la capacidad de la empresa para seguir adelante a pesar de estos –eso que los anglosajones llaman «resilience»–. Una empresa que pretenda orientarse a la innovación debe por tanto fomentar una cultura que permita aceptar el fracaso y mirarlo cara a cara.
En los próximos dos posts veremos cuatro líneas de acción para la gestión del fracaso en la Innovación.
(extracto del artículo que publiqué en
el nº364 de la revista sectorial Técnica Cerámica)
Las métricas de las empresas son un factor de bloqueo contra el fracaso aun mucho mayor que los factores citados en mi opinión.
No hay demasiado tiempo ni espacio para absorber iniciativas riesgosas y menos aun soportar fallidas. Los grupos y sus métricas solo pueden recurrir a soluciones innovadoras de riesgo cuando no queda alternativa y con los cortos tiempos de medición corporativa un fracaso puede ser fatal para quien impulso la iniciativa.
Con la permanente optimizaron de las fuerzas de trabajo queda poco espacio para soportar el fracaso ya que cada recurso tiene cada vez mas presión de resultados importantes en el corto plazo.
No es solo un problema de estilo o psicológico solamente sino que es estructural.
Gracias por el comentario, Marcelo.
Coincido contigo en la importancia de las métricas. Poder demostrar con datos cuantificados los logros conseguidos mediante la innovación es una de las claves para conseguir dos cosas: 1) una mejor aceptación de los fracasos que aparezcan al considerarlos parte de un todo que aporta resultados reales satisfactorios que la empresa puede comprobar, y 2) permite que las áreas comprueben con datos que la innovación es interesante para ellas y sientan que colaborar redunda en su beneficio, lo que significa que no es necesario esperar a que «no quede otra alternativa» –como comentas– para ceder parte de sus recursos y dedicación a los proyectos de innovación de la empresa.
Por otro lado, si unimos unas buenas métricas de resultados con una gestión progresiva de las ideas o proyectos de innovación, podemos hacer que la asignación de presupuestos sea proporcional al potencial contrastado de la misma, con lo que minimizamos el riesgo y lo hacemos más aceptable. Es decir, sólo reciben presupuestos relevantes las ideas más prometedoras, y además lo hacen de forma gradual.
Un saludo,
Juan